Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.
Existe un punto en el camino en que antes de llegar a casa sabes que ya estás en casa, ese momento en que te invade la nostalgia y el sentimiento. Cuando vives fuera y vuelves igual lo sientes más. Ese saltito, ese algo. Ese momento de reconocimiento y de seguridad: que sí, que sigue ahí. Un constante. Un faro. Te queda camino aún pero sabes que llegas. Como si hubieras cruzado la frontera.
Normal si el viaje es Madrid-Oviedo. De alguna manera sí que cruzas una frontera. Entras en las montañas en la meseta y sales de ellas en Asturias. Pasa todo como de repente, como si fueran las montañas una especie de transportador. Entrar en el cine de día y salir de noche. Hasta cambia el clima. Llega la lluvia, llega Asturias.Ese paso por debajo de la tierra es el acercamiento, pero para mí en punto en el camino en que ya me sé de vuelta, llegando a mí otra ciudad, es cuando el coche pasa al lado del campo del Club Nalón de Olloniego, campo donde jugué por primera vez por el Grisú. Difícil luego no pensar en nuestro Nuevo Campo o en el de Loyola a pie del Monte Naranco. Entre mi primer partido y mi último, sólo quince días.
Olloniego. mi particular puerta a Oviedo. Pues ya estoy. Quiso el destino que la última vez que volví a Oviedo iba en tren, no en coche. Me dicen que sí se ve el campo de Olloniego desde el vagón, pero no. Lo buscaba , de alguna manera lo necesitaba: era esa confirmación de que me acercaba. Pero no lo vi. No me sentía igual hasta salir de la estación y plantarme en la calle Uría.
Puestos los auriculares, escuchaba – casualidad – la canción In My Life de The Beatles, versión Johnny Cash con su voz barítono, aún más melancólico, más sentido. There are places I remenber… though some have changed… Some forever not for better… Some have gone and some remain… Hay sitios que recuerdo, algunos cambiados, algunos para siempre y no para mejor… Algunos ya no están, otros siguen.
El campo de Olloniego sigue: el del Tartiere no. Conocí Oviedo en 1996. Viví un año allí, en la calle Nueve de Mayo. Conocí Oviedo y al Oviedo. Mi amigo Chris vivía al lado del estadio. Los focos invadían la ventana de su cocina. Sentía orgullo. Presumía, el muy cabrón.
Cada vez que vuelvo, me asalta este brote de nostalgia. Tengo la sensación de estar atrapado en el tiempo, en el 96-97. El Oviedo siempre será aquel Oviedo para mí, aunque en el fondo sé que no lo es. Recuerdo la primera vez que conocí a Juanma Lillo. «Joder mi entrenador», le dije. Desde aquel año había sido entrenador de otros pero en mi conciencia siempre está él. Pienso un poco y me doy cuenta de que me cuesta saber quién vino después de él aquella temporada.
Al terminar aquel año en Oviedo me marché otra vez para Inglaterra. Ya no volvería a vivir en Oviedo; en Madrid sí. Iba a Oviedo de vez en cuando, eso sí. Y casi siempre en coche, pasando al lado del campo de Olloniego y entrando en la ciudad en busca de aquella ciudad que conocía. Como si buscara lo que había, sentirla mía. Llego y tengo que visitar la estatua del hombre de las maletas: el regreso de Williams B. Arrensbug es también el mío. Visitar estos sitios que, en las palabras de Lennon & McCartney, remain. Recuperar sensaciones.
Algo muere cuando veo lo de Calatrava. Tiene una sola cosa buena: la tienda del Oviedo.
Desde el descenso en 2001, viendo el desastre confirmarse desde las alturas de Son Moix, me da que igual pasa algo parecido a todos los oviedistas. Todos, de alguna manera, queremos recuperar sensaciones. Nuestro sitio. Volveremos.
Dicen que no quedan momentos concretos en la memoria sino sensaciones: no te acuerdas exactamente de qué pasó sino de cómo te hizo sentir. Chispazos. A mí me piden que recuerde un partido, que os lo cuente, pero no recuerdo un partido. No un partido completo. No recuerdo resultados, o por lo menos recuerdo pocos, sino momentos, imágenes, sensaciones, todas mezcladas.
Desde escuchar el Oviedo-Madrid en la radio en el autobús desde el aeropuerto de Bilbao a Oviedo, el día en que llegaba a Oviedo y pensar que qué mala suerte tuvimos y que ya habíamos perdido al Barcelona también y que así no había quien fuera al estadio para ver al Oviedo… Desde aquel primer día hasta el último día; desde llegar a Oviedo el día del Madrid e ir a mi último partido en el antiguo Tartiere en silla de ruedas ante el Sporting de Gijón. Del hospital al campo y volver después. Y con instrucciones: no hagas esto, no hagas lo otro.
Estábamos equivocados: decíamos que no íbamos a todos los partidos y nos fuimos a todos los partidos. O casi todos. Veo a mis amigos venir al hospital a visitarme, todos vestidos de azul, y llevar a mi padre al estadio. Veo sus fotos después.
Veo a Abel Xavier en el campo y en la grada, bufanda en muñeca. Veo el Oviedo-Sporting de los B en un Tartiere embarrado y recuerdo mirar al fondo y pensar: ¿Cómo entraron estos ahí? ¿Qué hacemos nosotros en el lateral? Veo hasta un entrenamiento en el estadio, aplausos cada vez que pasaban los jugadores delante de nosotros. Veo el tren a Gijón y el autobús a San Sebastián. Y ahí, en ese bus, veo El Día de la Bestia. No tenía ni idea de que iba pero la imagen no me lo borro nunca. Escucho Extremoduro. Tampoco sabría explicarlo, pero aún siento la gracia que nos hacía que hubiera un equipo en Primera que se llamaba casi igual. Un equipo Extremely Hard… peligroso.
Veo a Dubo, pero menos de lo que querría. Escucho el Brown Girl in the Ring de Thomas Christensen. Veo esa curiosa manera de correr de Oli: rigida pero eficaz, no había delantero como él pensábamos. Menos Ronaldo, ese extraterrestre. Veo a la policía y la playa de Gijón. Y las artimañas para hacer pis en aquel tren abarrotado. Creo recordar, aunque no quisiera, un vaso lleno de líquido amarillo salir por la ventana. No es sidra.
Veo el penalti en el Bernabéu desde el gallinero. Sobre todo, veo gente. Veo los cromos del Oviedo – el álbum lo tengo completo – y a Dubo en la última página. La de «Haz tu equipo favorito». Veo aquellas latas de Coca Cola con los escudos de todos los clubes, colocados según la clasificación. Y los de Oviedo que los traje para Inglaterra como si fueran vinos. Veo la portada – esa también me la guarde – de Marca el día en que el Oviedo empata en el Camp Nou y el Sporting gana 4-3 en el Molinón al Espanyol.
«¡¡Puxa!!» dice.
Veo el tiro de Oli, un arco largo, batirle al portero del Atlético de Madrid del doblete. Lo veo tan claro y tan perfecto que parece que la pelota sigue mi ojo, no al revés. Parece además que no ha pasado el tiempo. Pero, insisto, no es lo que veo. Es lo que siento. Es que palpo la incredulidad y la alegría. Cuatro goles. Es un sábado por la noche y siento que salimos del estadio rodando: no hay nada ni nadie que nos pare. El casco antiguo está cuesta abajo, geográfica y metafóricamente.
Tengo la sensación de que está toda la ciudad y que toda la ciudad ha compartido este momento. Ya desconozco la fecha pero tengo la sensación que estamos en febrero o marzo o incluso más tarde. Tengo la sensación de que ha merecido la pena esperar. Que siempre merece la pena esperar. Hostia si nos hemos esperado.
Y mientras escribo veo otra cosa: las noticias, las de hoy. Otro sábado. La ampliación de capital del Oviedo se cierra y el Oviedo se salva. Y pienso: dentro de unos años viajaré a Oviedo. Pasaré por el campo de Olloniego e iré al Tartiere. No será aquel Tartiere pero sí que será el Oviedo y quién sabe si será un equipo de Primera.
Como era antes.
Sid Lowe
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