Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.
Mi padre tenía las piernas más hermosas del fútbol español. Que yo recuerde, sólo el sportinguista Joaquín Alonso podía hacerle sombra. Ambos eran altos, esbeltos y educados hasta el extremo de no saber si estaban en el césped de El Molinón, en el campo del Júpiter leonés Real Club (en el caso de mi padre) o en un salón parisino. Creo que, al margen de este valioso detalle en mi vida, mis evocaciones rojiblancas apenas tendrían trascendencia. Es cierto que el bigotudo Capitán despertaba la admiración y las simpatías de medio mundo, pero en mi caso sólo había ojos para el Oviedo y el Real Madrid, aunque nunca he tenido claro si por ese orden.
He vivido durante años alejada del planeta fútbol. A mi manera, he subsistido en una burbuja sin goles, sin remates a porterías, salvo en aquellos momentos en los que era inevitable escuchar la radio en el coche, cuando regresábamos de la playa precipitadamente y en un evidente estado de nervios colectivo. Cualquiera diría que el universo se encaminaba a su cataclismo final sólo porque empezaba un partido de fútbol. Y daba igual que los niños lo estuviéramos pasando de muerte o que fuera el primer día de sol en meses. Mi padre y mi tío Janano, brillante delantero del Oviedo a mediados de los años cincuenta, desmontaban el chiringuito y ¡hala! Todos a casa, a vivir la vida de color azul.
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