Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.
Aquella tarde del año 2000 no se me olvidará nunca. Recuerdo cada detalle como si fuera ayer. Recuerdo que llovía con fuerza en el Requexón. Recuerdo que era un miércoles y que la zona de porteros estaba hasta arriba de barro. Era el mes de noviembre, hacía frío. Hacía tanto frío que los tres guardametas del Alevín B llevábamos, además de los guantes de parar, unos de lana para evitar que se nos congelaran las manos. Sufríamos, sí, pero el sufrimiento era llevadero. Disfrutábamos junto al maestro Sánchez y a Juan Carlos Unzúe. Estar en el Real Oviedo era lo máximo a lo que podía aspirar un chaval de nueve años.En el campo de al lado, Luis Aragonés. El abuelo con la capucha, con su cronómetro, con su silbato y repartiendo a diestro y siniestro. Cuando finalizó la sesión, recuerdo que Unzué nos invitó a ocupar las porterías del campo de entrenamiento del primer equipo. La mayoría de los futbolistas ya se habían ido. Sólo quedaban dos o tres. Todos estiraban, charlaban y se iban. El último, el más rezagado fue Paulo Bento.
Paulo enfilaba el camino hacia los vestuarios descalzo, con las botas en la mano. Antes de abandonar el césped, torció la cabeza y nos vio allí, volando en aquellas porterías que parecían infinitas. Se acercó, nos chocó la mano, pidió una pelota y la colocó en el punto de penalti. Lanzó unos cuantos, fáciles. Yo le paré uno.
Aquella noche llegué a casa con una sonrisa de oreja a oreja. «¡¡Mamá, le paré un penalti a Paulo Bento!!» No cabía en mí. La felicidad era indescriptible.
Desde entonces, acudía cada domingo al Tartiere, bolsa de pipas en mano, para ver las exhibiciones del capitán. Calidad exquisita. Pero calidad de la de antes, de la que ponía en pie al viejo Buenavista. Paulo Bento era el referente de aquel Oviedo que luchaba con uñas y dientes para no contagiarse del fútbol moderno, que ya comenzaba a aflorar. Es más, Paulo Bento odiaba el fútbol moderno. Sin florituras, era un pelotero como los que ya no quedan. Un lider que hoy no se ve en ningún campo de España. Un futbolista al que jamás se le observó un sólo centímetro de su camiseta por fuera del pantalón, ni el brazalete más arriba o más abajo. Siempre en el lugar perfecto. Pasaba el balón o pasaba el jugador, nunca los dos. Y la parroquia del Tartiere lo sabía valorar. Sabía que Paulo era la máxima expresión de aquello que se llamaba fútbol de verdad. Bento era el valor, era el orgullo y, sobre todo, era la garra. Y me acuerdo de mi madre en el palco 5. Ella era, y sigue siendo, el termómetro perfecto de lo que siente un oviedista de verdad. Cuando perdíamos, centraba su ira, y con razón, en todos y cada uno de los futbolistas que habían jugado. En todos menos en Paulo Bento, que para ella, siempre «jugaba bien».
Pareja inolvidable junto a otro inolvidable como Viktor Onopko. Junto a él, se erigían como los escuderos perfectos para que Petr Dubovsky, un escalón más arriba, destapara cada fin de semana el tarro de las esencias. No cometía errores. Elegante como ninguno, era un ladrón de balones. Robaba y pasaba. La gloria no le interesaba. Era consciente de que los aplausos y la admiración también llegaban por la vía del esfuerzo y la entrega. Y así, durante cuatro años fue ganándose el cariño y la estima del oviedismo.
Cuarenta y nueve tarjetas amarillas y cinco rojas. Cada cartulina era una porción de oviedismo. Era un ejemplo de alguien que dio todo por un club que ya comenzaba a coquetear con el descenso, de alguien que sabía lo que le pedía el que se dejaba la voz en la grada. Y, seguramente, Paulo Bento es uno de los culpables de la ansiedad que sufrimos hoy en día. El portugués permanece en la memoria de muchos que vamos al nuevo estadio a ver jugadores que pasan sin pena ni gloria por el club. Y las comparaciones son inevitables.
Ese año abandonó el club rumbo a Portugal. El último recuerdo que tengo de él fue en mayo de 2001. Preparábamos el torneo de Brunete cuando, al terminar el entrenamiento, lo vimos hablando con sus excompañeros. Y nos deseó suerte. Y esa suerte hizo que nos convirtiéramos en subcampeones de España.
Oviedo llevará para siempre a Paulo Bento en su corazón. Y Paulo Bento llevará a Oviedo para siempre en el suyo. Cada vez que regresa recibe el carió de una ciudad que, durante cuatro años, estuvo a sus pies. Entrenador de gran prestigio, dirigir a Cristiano Ronaldo y compañía tendrá sus complicaciones. Pero Paulo Bento tiene en sus manos, más pronto que tarde, el reto de su vida. Volver al Oviedo, sentarse en el banquillo del Tartiere y llevar al club a ese lugar que jamás debió abandonar. A primera. A la gloria.
Álvaro López Serrano
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