Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”. 

Aquel viernes hacía tiempo que se veía venir en el horizonte. Ocho derrotas en la últimas nueve jornadas habían bañado de lágrimas y algún sollozo las noches de los últimos meses. Los Otros habían sucumbido a los infiernos hacía mucho tiempo, pero los vientos del descenso no dejaban de asomar por el Principado. Galicia pondría la sentencia. El Real Oviedo de Tabarez sólo aventajaba en un punto al Mérida de D´Alessandro, Mono Montoya, Pablo Alfaro y compañía. Noventa kilómetros, la distancia de Balaídos a San Lázaro, separaban el abismo a las profundidades de una segunda vida, que nadie sabía si iba a ser corta o duradera, pero se trataba de vida al fin y al cabo. Los azules perdieron en Santiago de Compostela y la congoja subió al gaznate.

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Todo quedaba pendiente de un Celta que estiró la mano cuando Oviedo se resbalaba por el precipicio. La segunda oportunidad sólo tenía semana y media de contrato, como si de una negociación con el banco se tratase. «Hoy no te desahucio, pero pasado quizá pueda volver a por tus cosas», parecía decir el fútbol con su chaqué financiero. De nuevo, antes del abismo llamado promoción. Otra vez la gloria o el fracaso tenían relación con palmas insulares. En 1988, Palma de Mallorca. Diez años después, Las Palmas de Gran Canaria. ¿Malabares del destino o casualidad?La aciaga racha del Real Oviedo no presagiaba algo bueno. Tampoco las bajas de Pompei, Onopko, Paulo Bento y Juanchi González. Pero como siempre ocurre en los momentos más adversos, la ciudad enervó sus venas más azules. El siempre añorado y eterno Tartiere tenía el billete de ida. Sus peldaños parecían haberse ensanchado por una suerte de magia que hizo que las impresoras de papel escupieran más entradas de las que quizá permitía Buenavista. Nunca antes se había visto así el Tartiere. La excitación rezumaba en cada aliento, en cada calada de puro que solía inundar la tribuna con su olor, en cada movimiento de bandera en un fondo que veía el partido de perfil. Mientras unos gritaban, otros cogían oxígeno. Se trataba de una auténtica cadena de montaje. Salió el equipo a calentar y aquel ardor interno comenzó a explotar.

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El once de Tabarez formado por Buljubasich, Moreno, Gamboa, César, Abel Xavier, Iván Iglesias, Jaime, Manel, Iván Ania, Dobovsky y Dely Valdés no es, ni mucho menos, la mejor alineación de la leyenda azul, pero aquella noche era la encargada de seguir haciendo historia. Enfrente, Las Palmas del Turu Flores, Samways y un jovencísimo Manuel Pablo a los que dirigía un entrenador con pasado sportinguista, García Remón.

partido 3.jpegSaltó el Real Oviedo con un empuje nunca visto aquella temporada. El equipo bailaba sobre el césped. Mientras el azul flotaba, los canarios parecían enterrarse en el verde. La coreografía comenzó en el primer minuto con una vaselina de un Dely Valdés que siempre fue bailarín profesional en el Tartiere. El delirio iba en ascenso y no parecía tener final. Ni siquiera cuando César cayó en el área con todo el peso de la ley. Iván Ania tomó la responsabilidad de un penalti que sabía no tenía término medio. O héroe o villano. Salió como el primero y el canterano corrió hacia la esquina de la gloria. La grada brincó y Buenavista pareció crecer aún más. Como lo hizo el propio Ania tras el gol. Su fútbol no era acorde con aquel sufrimiento. Buscaba el balón como nunca antes lo había hecho; se deslizaba con aquella elegancia particular que sólo él tenía; escudriñaba y encontraba la excelencia futbolística engañando a los contrarios con la timidez de un rostro que contrastaba con la ferocidad de su pierna izquierda. Era su partido. Y lo fue. El gol de penalti sólo se trataba del inicio de un carrusel que encontró su cúlmen a la media hora de encuentro. Aquel fondo, en pleno turno de bocanada de aire, se quedó sin respiración al ver cómo aquel balón acariciaba la bota de Iván Ania y volaba directo hacia la red. La ancha espalda del canterano pareció recoger aquel feroz rugido del estadio, repetido hasta la extenuación cuando el bigoleador, con paso lento y casi sufriente, se fue del césped en el minuto 80 como los héroes de la antigüedad, con la sumisión del pueblo a sus pies.

La pesadilla de los últimos meses se tornaba en sueño idílico. Más aún cuando por fin el gol, al que Dely Valdés no había cejado de invitar a bailar, dijo sí al panameño a media hora del final. La melodía perfecta sonaba en el Tartiere. Y el equipo danzaba como pocas veces antes. Terminó el partido en plena borrachera sin alcohol. Nadie quería que aquel momento terminara. Y pocos podían pensar entonces que la alegría y el sufrimiento pudieran encontrarse tan cercanos.

Sólo tres días después, en el viejo Insular, aquel júbilo se convirtió en un miedo atroz. Tan cerca estaba el baile ocurrido en Oviedo que parecía irreal lo mostrado por el televisor. Se sufrió, pero se salvó el desahucio. Una condena que no hubiera desterrado al olvido aquel partido del Tartiere. Cuando uno se pregunta el porqué de un sentimiento, vira su mirada hacia aquel viernes azul y encuentra su respuesta.

Miguel Lartategui