Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.
Lo bueno de ser coeditor de un libro a varias manos es que puedes escribir lo que te dé la gana. Lo malo de ser coeditor de un libro solidario es que tienes que predicar con el ejemplo y ser generoso. Les dije a mis compañeros de libro que eligieran jugador, que ellos iban primero. Y claro, pasó lo que tenía que pasar: me quedé sin poder contar que Onopko le rompió la mano a mi padre de un balonazo el día de su presentación, que fui la única persona no periodista que acudió a recibir a Paulo Bento en su primer día en la ciudad o que uno de mis recuerdos más nítidos de mi infancia es el de Luis Manuel, con el labio ensangrentado, recién conseguido el ascenso en Mallorca en 1988, a través de la televisión de la cafetería Wolf. Por no quedar, no me quedó ni la opción de contar que Vinyals fue mi ídolo de la infancia.Recurrí entonces a la hemeroteca, y di con la columna del 15 de abril de 2004 de Enric González en El País. El final rezaba así: «Desconozco el laberinto espiritual de un seguidor del Madrid, del Milan, del Bayern o de la Juve. No sé cómo funciona a esos niveles, no sé si sus semanas de pasión son como otras. Tiendo a suponer que no. Imagino que el triunfo sólo les proporciona el alivio del pronóstico cumplido y que el fracaso les genera menos dolor que estupefacción. Que me perdonen. Creo que son más hermosas las victorias de los vencidos».
Mi «vencido» nació el 23 de marzo de 1972 en Frederikshavn, Dinamarca. Comenzó jugar al fútbol en el Aalborg, pasó por diferentes clubes daneses y recaló en el PSV Eindhoven holandés. Pese a no hacer una buena temporada (6 goles en 22 partidos), fue al Mundial de Francia con Dinamarca. Y se le ocurrió marcar un gol a Nigeria. Y a alguien del Real Oviedo se le ocurrió ver ese partido. Mi «vencido» se llama Peter Moller, mide 1,90, fichó por el club carbayón por 450 millones de pesetas, hubo que traerle de excursión antes de que firmara para que viera si le gustaba o no la ciudad, quiso coger una casa con piscina en Luanco, obviando la climatología asturiana, en la actualidad trabaja como comentarista deportivo y fue el autor del gol más irónico que jamás he visto en un campo de fútbol.
Sucedió el 8 de noviembre de 1998. El Fútbol Club Barcelona visitaba el Carlos Tartiere. El partido se retrasmitía por Canal + y el Oviedo vestía camiseta marca Erima. No había publicidad en la elástica, pero sí un slogan que rezaba «El Real Oviedo, con Centroamérica», en referencia a un huracán que había asolado la región. Eso, que ahora se llama Responsabilidad Social Corporativa, antes era sencillamente solidaridad.
La primera parte acabó con ventaja para los visitantes. Un gol de Rivaldo anotado después de un clamoroso fuera de juego de Kluivert ponía al Barcelona por delante en el marcador. Tras el descanso, el número 22 del Real Oviedo saltó al campo. Con aquel pelo rubio que parecía cortado con escuadra y cartabón. Con aquel cuerpo desgarbado y aquellas patas de alambre, Moller compareció en la que iba a ser su gran noche.
El primer balón que tocó fue un cabezazo dentro del área. El balón estuvo a punto de irse fuera del estadio. (Tenga en cuenta el lector lo complicado que es hacer eso con un testarazo). Después tuvo una ocasión que él mismo se fabricó. Controló el balón en el balcón del área, se giró, pero lo hizo hacia su pierna mala y, cuando tiró, ya dentro del área, lo hizo de una forma tan extraña que el balón, antes de irse por la línea de fondo, botó. (Tenga en cuenta el lector lo complicado que es hacer eso en tan poca distancia.)
En el minuto 81 empezó la magia. Un balón aéreo pasó por encima de la cabeza de Moller. No lo tocó, pero lo pareció. Fabio Pinto, otro «vencido», siguió la jugada y batió a Hesp con un tiro cruzado.
En el minuto 92, con el Oviedo enloquecido, el árbitro pitó una falta a favor de los azules. Y entonces sucedió. Una de las jugadas que mejor explica lo absurdo de este deporte. Iván Ania lanzó la falta. El balón botó justo delante de Hesp, que no lo pudo blocar. Y por allí, como si no fuera con él, pasaba en carrera Moller. No se sabe de dónde venía a esa velocidad. Tampoco se sabe a dónde iba, pero el caso es que el balón le cayó a su pierna izquierda, a un metro de la línea de gol, con el portero vencido. Y el balón entró. Y el estadio estalló.
En la temporada 98-99 no existían redes sociales, Internet era un lujo al alcance de muy pocos y había que esperar a los resúmenes del domingo por la noche para poder ver los goles de tu equipo repetidos. Los oviedistas volvimos a casa pensando que Moller había dado una asistencia y había marcado el gol de la victoria. Pero la televisión nos devolvió a la realidad. No sólo no había tocado el balón en el primer gol sino que el que supuestamente había marcado él, lo había marcado un defensa rival. El tiro de nuestro delantero, desafiando a las leyes de la física, iba en dirección a la línea de banda. Si Pellegrino no se cruza en su trayectoria, no hay gol. Cuando el balón salió de la pierna zurda del delantero danés, su dirección le acercaba más a la portería del Nuevo Carlos Tartiere, que aún estaba en construcción, que al arco que estaba a apenas un metro de distancia. El 90% de la población hubiera acertado a darle al balón la dirección correcta, ya que era una cuestión de orientar el pie. Sin embargo nuestro ariete pertenecía al 10% restante, al que va por libre.
Pero durante unas horas fuimos felices. Durante unas horas pensamos que aquellos 450 millones de pesetas habían merecido la pena. Hasta que la televisión nos dio una bofetada de realismo, pensamos que Moller nos había estado engañando hasta aquel día.
En 38 partidos con el Oviedo, repartidos en tres temporadas, marcó 3 goles. Tal vez por eso el Tartiere le cogió tanto cariño y le jaleaba cada vez que salía al campo. Porque Moller era lo más cerca que todos nosotros íbamos a estar de ser futbolistas. Era el escalafón más bajo de la pirámide del balón, la más cercana al aficionado. Era el peor de los jugadores, lo cual le acercaba al mejor de los aficionados. Y, además, era como una especie de Real Oviedo dentro del Real Oviedo. Un tipo sin suerte al que siempre le pasaba algo. Un día, ya en el nuevo Tartiere, le marcó un gol al Valladolid. Él lo celebró con rabia, pegándole una patada a una valla de publicidad. Nosotros, en la grada, lo festejamos con alegría. Era el triunfo de un “vencido”. Que nos perdonen también a nosotros, porque en el Tartiere pensamos que esas victorias son las más hermosas, porque son las que realmente nos pertenecen.
Pedro Zuazua
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