Textos publicados en los libros «Un derbi solidario».
Minutos antes de que terminara la final de la copa de la UEFA entre el Espanyol y el Sevilla, el realizador captó la imagen de un señor mayor, seguidor del equipo catalán, que lloraba y movía la cabeza preguntándose por qué. Su equipo perdía por dos goles a uno. Poco después empataron, pero la lotería de los penaltis fue aún más cruel con ellos. El Espanyol, y con él ese aficionado anónimo, se quedó sin título.
Desde que vi esa imagen no pude dejar de pensar en ese hombre. Quería que el Espanyol marcara, y que la siguiente toma fuera la del anciano dando botes de alegría.
Y lo quería, creo, porque me recordó a mi padre. Porque no me hubiera gustado verle en una situación así. En mi familia, además de una gran cantidad de defectos, tenemos el de ser seguidores de Real Oviedo. Un equipo de mierda. Un equipo que nunca da dos alegrías seguidas. Un equipo que se ha convertido en una enfermedad que, visto lo visto, no tiene cura. Un equipo que, más que un sentimiento, es ya una causa.
Tres años antes de esa final de la UEFA, nuestro equipo se jugaba el ascenso a Segunda División B. Desde luego que no debe ser como jugarse un título europeo, pero cada uno se alegra en función del tamaño de la gesta, y la alegría por una victoria o un ascenso debe ser la misma (me gustaría poder asegurarlo, pero no lo he catado todavía) que se siente al conseguir un campeonato.
Llegamos al último partido, contra el Arteixo gallego, con una desventaja de un gol. El Oviedo había hecho una temporada increíble, apoyado por una afición no más creíble, y había superado infinidad de obstáculos para llegar a, eso sí que es una lotería, las malditas eliminatorias del play-off de ascenso. (Es curioso, pero uno repara pocas veces en el significado de los términos anglosajones que nuestro idioma recoge y, siendo del Oviedo, el maldito off ha de estar siempre muy presente. Bastante más que el play).
El partido de ida fue una gran decepción. No sé cuántos fuimos hasta allí. Tal vez 3.000, tal vez más. Perdimos y no hicimos casi nada. Siempre he sido muy pesimista en lo referente al Oviedo (la historia más reciente obliga), y desde el mismo momento en el que se acabó aquel asqueroso partido, supe que no podía pasar nada bueno en el de vuelta.
Llegó el día que la ciudad esperaba. Durante la semana se pegaron carteles en los bares, en los comercios y hasta en los ascensores. Sólo se hablaba de fútbol. Yo, dentro de mis problemas de demencia azul, telefoneaba al presidente del equipo para ver si estaban haciendo gestiones para amañar el partido (sí, así de negro lo veía, y pensaba que, a los del Arteixo, les daba igual subir que bajar, de hecho dos años después estaban en preferente, arruinados y desahuciados). El sábado por la tarde, el nuevo Carlos Tartiere olía a fútbol. Olía al viejo. Casi 25.000 personas estaban allí, empujando a un equipo acosado por las deudas, las desgracias y los descensos. Se desplegó una pancarta que reflejaba un lema comercial muy de moda por aquel entonces: «impossible is nothing», rezaba. Pero el Oviedo sólo sirve para romper tópicos (si un jugador llevaba diez años sin marcar, sólo tenía que esperar a enfrentarse al Oviedo para hacerlo). Y después, apareció una gran gran pancarta que reproducía a los jugadores azules: «Algún día, tus hijos, y los hijos de tus hijos, preguntarán por ellos», decía la leyenda, en alusión a una plantilla escasa de grandes nombres y figuras, pero que, en comunión con la grada, había salvado al equipo de la desaparición.
Comenzó el partido. La grada rugía. El equipo no jugaba un pijo, pero se esperaban esos momentos que todo once local tiene cuando juega en casa, en los que saca tres córneres seguidos y la afición se enchufa al partido. Llegó el descanso. Empate a cero en el marcador. Nada más salir, nos meten el 0-1. Silencio sepulcral. Empatamos. Vuelve la ilusión: 1-2. Esto sí que es un silencio sepulcral, y no el de antes. En ese momento, dejé mi sitio, al lado de mi hermano (mi padre ya se había ido a dar vueltas por el campo, como hacía en todas las segundas partes). Deambulada por el campo. Ni tan siquiera sabía a dónde iba. Cuando me quise dar cuenta estaba llorando. Faltaba media hora de partido, pero pude comprender que el presidente no había hecho caso de mis ilegales consejos, y que aquello no tenía solución.
Legué a uno de los fondos y me puse junto a unos antiguos amigos. Empatamos. Marcamos el 3-2. Necesitábamos otro gol. Otro puto gol. Recé todas las oraciones que sabía. Ofrecí todo tipo de peregrinaciones y de sacrificios. Pero el ateo del árbitro pitó el final.
Cuando me di cuenta, estaba solo, sentado contra una pared, detrás del videomarcador, llorando como un niño. Todo lo que habíamos luchado ese año para sacar el equipo adelante se había quedado sin completar por un maldito gol. Seguía llorando. Saqué mi móvil para llamar a mi novia, porque necesitaba hablar con alguien. Al oírme, me dijo: «¿pero qué es lo que pasa?. Se lo expliqué. «No creo que sea para tanto», me contestó. Y, por si no había sido suficiente con los cuernos que me había puesto, con esa frase ya terminé de darme cuenta de que aquello no iba a ningún lado.
Me levanté. Seguía llorando. La gente me daba ánimos, pero todo me daba igual. Yo sólo quería un gol. El estadio era como una escena de derrota de guerra. Unos levantaban a otros. Había que mirar al frente. Bajé al césped y me senté. Empezó a vibrar mi móvil. Era Miguel, mi mejor amigo. Había estado con él la primera parte, pero los nervios, principalmente los míos, nos separaron en la segunda.
«¿Dónde estás?».
«Tirado en el césped».
«Espera, que voy para allá».
Y así, diez minutos después, los dos llorábamos desconsolados como si el mundo se fuera a acabar.
Media hora después salíamos del estadio. Bajando por la avenida de Galicia, nos encontramos con un chaval que tiene síndrome de Down, que se sienta a pocos metros de mí en el campo. No se pierde ni un partido. Meses atrás, le había regalado una bufanda. Mientras caminaba, desde nuestra acera, se oía su llanto. Se me quedó grabada aquella imagen.
Después, nos acercamos hasta el bar en el que, supuestamente, se iba a celebrar el ascenso. Todo el mundo estaba sentado en la terraza, con sus camisetas, sus bufandas y sus tristezas. No había muchas ganas de fiesta. Después de repetir mesa tras mesa la misma frase «¡Qué putada!, ¡qué injusto!» y demás lugares comunes de la derrota, me fui para casa.
Estaba todo apagado. Al encender la luz del hall que daba a mi cuarto, descubrí que había un folio pegado en mi puerta.
«Yo», decía la nota, «sigo siendo del Real Oviedo hasta la muerte».
Hasta la mía, claro.
Fdo: Papá.
Y empecé a llorar otra vez.
Pedro Zuazua – Periodista
Deja una respuesta