Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.
Lo bueno de envejecer es que la otra alternativa es peor. En el caso de los oviedistas tiene una ventaja añadida: a uno le funciona mejor la memoria a largo plazo que la de corto plazo. Al buscar recuerdos de Real Oviedo que no me hagan entristecer, sufrir o indignar, llego al palco del viejo Tartiere. Pero no llego en un día de partido, más propicio para las vanidades y el boato, sino el resto de días, en que aquel cercado de una centena de asientos se convertía en observatorio para la prensa, directivos, técnicos y desocupados varios de la ciudad, para los entrenamientos del primer equipo, partidos del filial o finales del torneo de Barrios.Tradicionalmente, los palcos se entienden como lugar elitista y propicio para los negocios (eso serán los del Bernabeu o Camp Nou) en aquellos, el único dinero que se movía era el de las papeletas de lotería o rifas que te colocaban a traición.
Cuando jugaba el filial, el primer paso para considerarte alguien, en eso ahora llamado «entorno» oviedista, estaba en la forma de acceder al palco. A la puerta un hombre amable, pero férreo en la defensa de la puerta. Pedro, echaba mano a la manilla al verte llegar si eras de los habituales y estabas acreditado, o, en caso contrario, manos en los bolsillos, esperaba el salvoconducto para abrirte el paso a las empinadas escaleras que daban acceso al antepalco. La hoja con las alineaciones era la acreditación visible de que habías accedido con todos los sacramentos.
Una vez superada la doble escalinata, afrontabas el último tramo, el que daba acceso al campo, asomando tímidamente la cabeza para ver quién presidía… Si era el presidente, Eugenio Prieto, rezabas por que no hubiera «desayunado tigre». Una vez en el palco, se trataba de buscar ubicación, la mejor arriba, más protegido del frío y sin nadie en la espalda. Sin embargo, el prestigio te lo daba ir bajando filas de asientos y poder participar en las tertulias que allí se producían.
Desde ese palco vi cómo, de los cuatro jugadores que Pichito trajo de León, se abría paso el que menos calidad tenía, Armando Álvarez. No fue, ni de lejos, el mejor jugador que pasó por las categorías inferiores. No doy nombres de otros mejores por no hurgar en la herida del desperdicio de sus carreras, en la mayoría de los casos por su poca cabeza.
Armando, sin saberlo, sintetizaba, con ese carácter de castellano recio, una de las claves del fútbol y de la vida: haz lo que sabes hacer y hazlo bien. Es por eso, que ahora, cuando recuerdo su carrera se limita a decir «llegar y poner».
Sentado en aquel palco vi a muchos quedarse en el camino. Algunos por mala fortuna, los menos, por ejemplo, Emilio, que se lesionó en una jugada absurda. Pero también vi a muchos llegar; el primero al que vi ser tan bueno en el filial como en el primer equipo fue Bango. A muchos seles encogía la pierna cuando entrenaban con el primer equipo y más cuando empezaban a tener minutos, a Bango no.
Había jugadores a los que les veías jugar con el filial y notabas que eran especiales, no sabías qué tenían, eran buenos, pero no era eso, era cierta magia. Esteban fue uno de ellos. Muchas veces basta verlos llegar, con quién vienen y en qué coche vienen para saber que tipo de gente son. En el caso del de Bayas estaba claro que iba a llegar, salvo catástrofe.
La cantera y el filial me apasionan y me están empezando a apartar de lo que sucedía en el palco, que entre sus ilustres moradores contaba habitualmente con la figura del pater don Ramón, que con su sola presencia ahuyentaba cualquier intento de exclamación extemporánea. Su estampa hizo a alguno exclamar, ante una ocasión fallada o un penalti no pitado, un cursi «jolín». En descargo de los que por allí paraban, he de decir que nunca escuché un «cáspitas», que sería motivo de expulsión.
Una tarde, jugaba el primer equipo en la Romareda a la misma hora que el filial. El palco entonces se plagaba de transistores. Pero transistores de los de antes, esos que en caso de ser modernos llevaban un solo auricular en los cascos. Mientras, varios de los presentes iban dando noticias, por las retransmisiones de las diferentes cadenas de radio. Entre los presentes, Enrique Casas, comentó con su habitual tono socarrón y sentencioso «que no nos marquen un gol, que Cedrún siempre nos regala uno». No pudo ser, el Oviedo encajó un gol. Tuve que esperar al Estudio Estadio de la noche para comprobar que el empate del Oviedo había sido en un error clamoroso de Cedrún, con lo que Casas había vuelto a acertar, como hizo en muchas ocasiones. Casas era conocido en el club como «el amo del economato» por su austeridad, un tanto reñida con su impecable estilo british.
También allí sufrí algún sonrojo. Con el filial en Tercera, me acerqué a un compañero de la prensa y le dije «hoy hay espectáculo asegurado, mira quién pita, ¡y trae al hermano de línea!». La respuesta fue demoledora: «Y al padre que es este señor que está sentado a mi lado». Al descanso del partido todavía seguía colorado y digo, en mi descargo, que el colegiado no era especialmente bueno.
En el próximo capítulo trataré de recordar los partidos de los jueves en el viejo Tartiere, cuando adivinar las alineaciones no era una quimera, los diestros jugaban por la derecha, los zurdos por la izquierda…
P.D.: Soy de los pocos que saben dónde fue a parar el escudo que estaba en el frente del palco…
Ramón Julio García
Deja una respuesta