Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.
Entre las escasas grabaciones que existen de Isidro Lángara como jugador, la Filmoteca Nacional conserva una especialmente rara. Se trata de algo más de 50 segundos que forman parte de uno de los primeros noticiarios del nodo, el del lunes 12 de abril de 1943. Esa semana, antes de las películas, en las salas de cine de España se supo de un observartorio astronómico en Roma, de un veloz funicular en los Alpes franceses, de un concurso de jotas en Zaragoza, de un concierto a 260 metros de profundidad en una mina asturiana y de un partido disputado en Buenos Aires entre San Lorenzo de Almagro y River Plate, el clásico argentino de entonces. Una colección de prodigios de época para abrir camino a la fabulación de celuloide.
Lo más notable de los 50 segundos de fútbol son sus lagunas: «En el estadio de Buenos Aires, y ante una imponente muchedumbre, se celebra el encuentro de fútbol para la final del campeonato entre el equipo de San Lorenzo y el Río de la Plata», comienza el locutor, que con los vacíos va construyendo un espacio fuera del tiempo en el que sumerge las imágenes. El partido, que no era la final de nada, sino parte de la liga que se disputaron hasta las últimas fechas River Plate y San Lorenzo de Almagro, se había jugado en el estadio de los primeros, el Monumental, bastantes meses antes, el 20 de septiembre de 1942. Mientras avanza la narración, se pasa de un plano general del campo, efectivamente abarrotado, a mostrar la formación de San Lorenzo. En el centro, Lángara, rodilla derecha en la hierba, codo izquierdo apoyado en la otra, parece lanzar un grito, «!Va!», sonríe y mira a sus compañeros a los lados. «Contra todos los pronósticos – continúa el narrador -, ninguno de los contendientes desarrolla una especial acometividad». Para entonces, ya había desaparecido de la pantalla sin ser mencionado. Quizá por descuido. O por ignorancia. O porque dejó España en 1937 con el equipo de Euskadi que salió a recaudar fondos para el Gobierno vasco en el exilio. A su izquierda en la formación se agacha, apoyando ambas manos sobre la pelota, Ángel Zubieta, otro de los integrantes de aquel grupo.
Da igual. En su época pretelevisiva, Lángara había sido el delantero más conocido de la historia de España. Con el Oviedo terminó como máximo goleador de la Liga las tres temporadas anteriores a la guerra civil, pieza central de la segunda delantera eléctrica, que completaban Casuco, Gallart, Herrerita y Emilín. También era el mayor anotador de la selección.
El silencio sobre su aparición en la pantalla, ese colocarle en ninguna parte, no hacía más que contribuir al aire de un jugador legendario que ya envolvía el recuento de sus hazañas: que cabeceaba con la potencia de una patada, que sus disparos atravesaban redes y reventaban largueros, que en su estreno con la selección marcó desde el centro del campo, que del barco en que llegó al puerto de Buenos Aires se lo llevaron directamente a jugar… Su tiempo, cuando de un jugador se sabía principalmente de oídas, era propicio a la exageración oral. Pero la exageración encontró en Lángara un rival escurridizo.
En su debut como internacional, en el Stadium Buenavista de Oviedo, no marcó desde el centro del campo, sino dentro del área pequeña, con el hombro. Desde el centro del campo anotó en otros estadios unas cuantas veces. Al año siguiente, por ejemplo, en 1933 en el Molinón de Gijón, en un derbi que acabó 2-3. O en 1937 con el equipo vasco en Moscú, en un partido en el que los contrarios no se le acercaban a defenderle, sino a intentar averiguar qué escondía en las botas. También se las inspeccionó otro día un árbitro, una tarde que metió siete goles, y que la afición rival esperó en la puerta para apalearle. Sin duda perviven algunas historias falsas sobre él, pero quizá no haya habido otro jugador cuya realidad pareciera de manera rutinaria tan de mentira.
A Buenos Aires llegó en mayo de 1939 en barco, pero no se lo llevaron directamente al estadio. Antes pasó por algunos entrenamientos, en los que se sintió un marciano. Delantero de potencia desbordante, nada retórico, se encontró a sus nuevos compañeros entretenidos en gambetas sin fin. Agarró un balón y se sentó en él a esperar el día de partido. Fue en viejo Gasómetro de Boedo, contra River Plate, como en los 50 segundos del nodo. En el minuto 39 ya había marcado cuatro goles: de cabeza, con el hombro, con la derecha y con la izquierda. «Era un cañón», recuerda Di Stéfano, que con 12 años estaba en el estadio para empujar por River.
Con San Lorenzo fue máximo goleador del campeonato al año siguiente. De allí saltó a México, donde también fue máximo goleador con el Real Club España en 1944 y 1946. El primer jugador de la historia en conseguirlo en tres países. Dejó Argentina un mes después de que en España se proyectara en nodo que lo colocaba fuera del tiempo, del mismo modo que la historia lo había colocado fuera del Oviedo.
Hasta allí no alcanzó nunca el olvido del narrador de los 50 segundos. Cuando regresó a España para jugar con el equipo con el que aún tenía contrato, la gran cantidad de gente que le esperaba provocó que el tren en el que viajaba no llegara hasta a Oviedo y se detuviera unos kilómetros antes, en Colloto. Tenía 34 años. Esa temporada, más lento, más pesado, marcó 18 veces.
David Álvarez
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