Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.  

Voy a confesar unas cuantas cosas. No porque las sienta como pecados, sino porque me apetece y creo que puede ser de ayuda para generaciones venideras o recientes como la de mi pequeña Cecilia, que ahora mismo me mira si enterarse de nada.

1055909733_740215_0000000001_noticia_normalCuando era pequeño, muy pequeño, mi padre me educó en el seguimiento por igual del Real Oviedo y del Real Sporting. “Los dos son asturianos, hijo”. Cada domingo esperábamos juntos en el sofá el resumen de tres minutos del Sporting en el Estudio Estadio y si la naturaleza o la fame llamaban, uno siempre se quedaba de guardia ante la tele, no fuera a ser que colaran de repente la secuencia relámpago de los quince, veinte, pocas veces treinta goles de la jornada en Segunda.Tan de los dos era que pisé antes el Molinón que el Tartiere invitado por mi tío Ignacio. Aquel domingo de Liga vi con dificultades a través de la entrepierna de varios señores cómo el Sporting derrotaba al Valladolid con contundencia. No recuerdo el marcador. De aquella tarde rescato que el portero del Pucela era Ravnic, el estruendo y la vibración de la grada con los goles y que me llevaba de vez en cuando a la oreja un transistor prestado naranja-butano para ver si daban el resultado del Lenense.

Mi vida cambió cuando tuve que elegir. No es que yo tuviera mucha prisa por hacerlo, pero la crueldad del patio me obligó.

-¿Qué yes del Sporting o del Oviedo?

-De los dos.

-Ja,ja,ja. ¡Eso no se puede!

Tan raro me sentí que me dije: “pues nada chico, habrá que elegir, pero ¿cómo se elige tu equipo?”. Ahora que soy mucho más mayor, aunque procuro que siempre quede algo de aquel niño, ya sé que tu equipo no lo eliges tú. Tu gente te indica un camino y salvo que seas «doña Contraria», que también los hay, p´allá que vas. Es decir, o sigues una estirpe o no la sigues por tocar las narices.

A mí el camino me lo indicó mi madre regalándome mi primer traje de futbolista, que así se llamaba por aquel entonces. Era producto 100% no oficial, pero llevaba el número cinco y el escudo del Oviedo pegado a plancha y eso ya eran palabras mayores.

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Tardé relativamente mucho en pisar el Tartiere. A mi padre, cosa rara, le encantaba el fútbol, pero le espantaban los estadios, sus aglomeraciones de fuera y de dentro. Eran tiempos de gradas de pie y la de Buenavista, hay que reconocerlo, estaba demasiado aprovechada. Pero, una mañana, visitó el cole una delegación del Real Oviedo que, en su afán por ganar la partida, por entonces equilibrada, de captación de nuevos aficionados, regaló invitaciones a todos los alumnos y a sus padres para un amistoso contra el Hajduk Split entre semana.

Olía a pipas, Farias y césped. «Bienvenidos al Carlos Tartiere» se deslizaba de derecha a izquierda con letras de bombilla amarilla en los marcadores negros, estrechos y horizontales de los voladizos de los fondos. Y por los altavoces-trompeta situados en el césped y orientados hacia la grada atronaban una serie de anuncios cíclicos de los que se entendía lo justo por lo saturado del volumen: «Anís de la Asturiana, su presencia siempre agrada».

Mi hermana, que pasa del fútbol olímpicamente, dio el toque de gracia para mi decantación pidiéndome a los Reyes un abono de segunda vuelta para ir al Tartiere. Ya mediados los noventa tenía edad para poder ir solo en aquella fantástica línea azul de autobuses que te cogía en la plaza de La Pola, te llevaba a la puerta del Tartiere, te recogía en la puerta del Tartiere y te devolvía a casa justo cuando empezaba el partido del Plus.

Yendo sólo al fútbol, con la única compañía de la radio, vi debutar a Mijatovic en la Liga con el Valencia. Fui de los que aplaudí cuando le sustituyeron después de firmar un hattrick. También vi al primer Superdépor en un 2-5 que resultó uno de los mejores partidos que he podido presenciar en directo. Vi bajar al Sevilla y al Atlético de Madrid. Vi salvarse al Logroñes. Vi salvarse al Valladolid con un 3-8 aderezado con cinco penaltis pitados por el señor Japón Sevilla. Y, como no, vi el último derbi contra el Sporting en Primera División.

Me analizo desde fuera, como si me viera por la tele en aquella tarde del 15 de marzo de 1998 y me doy un poco de repelús. Porque, aunque a veces no lo parezca, ahora tengo un enfoque de la vida, de la rivalidad y del fútbol muy diferente. No voy a decir que Heri vuelva a ser aquel niño que apretaba el puño por igual por una victoria azul que por una rojiblanca. Bueno, sí. Podría, pero estaría mintiendo. Lo que sí puedo teclear es que me han pasado cosas que me han obligado y enseñado a mirar al rival con otros ojos.

Mi boda fue una declaración de amor en toda regla, con una gijonesa en Gijón, en el mismo Bibio. Con el himno del Sporting y el «Gijón del Alma» en la playlist del pincha (yo quería orquesta) y con noche con vistas al Molinón. Fruto de ese amor, tres años más tarde, nació esa Cecilia que aún sigue mirándome y que a las 24 horas de nacer ya tenía carnés del Real Oviedo, del Real Sporting y de la Sociedad Deportiva Lenense.

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Mi mujer, Teresa, y yo hemos acordado intentar educar a Cecilia en la bipolaridad, como lo intentó mi padre conmigo, y, si algún día quiere o tiene que elegir, que ella elija. Aquí en Madrid estará a salvo de esas presiones del patio, pero eso no quiere que esté exenta de los sobornillos del entorno. En siete meses, ya ha gastado dos chupetes de Sporting. «Es que son los que más le gustan»… Ya.

Heri Frade