Textos publicados en los libros “Un derbi solidario”.
Recuerdo perfectamente aquella llamada, aunque no recuerdo quién me llamó. Era un domingo otoñal en 2003, por la mañana. Un domingo de partido, como cualquier otro con partido en casa. Pero al final no fue. Sonó el móvil y recuerdo el sentir helarse la sangre en mis venas. Recuerdo sollozos en el auricular, y recuerdo llorar. Y llamar llorando para ampliar o compartir la funesta información. Aquel día Armando Barbón, Armandín, se nos cayó de la convocatoria de la vida. Dejó vacante el número en la alineación de la ilusión de aquel equipo. Y entró en la historia carbayona.Hoy, cuando quiera que el lector lea estas líneas, Armando vive en su casa, la casa de todos los oviedistas: el Carlos Tartiere. Permanece corriendo, inmóvil, en bronce, sobre un córner del estadio. Y a veces, al cerrar los ojos en mitad de un partido desde mi asiento, veo su melena castaña al viento progresando por la banda izquierda. Le veo driblar a velocidad endiablada y centrar para que Cervero, por supuesto, remache un «platanito» perfecto al fondo de la red.
Armandín jugó, como quien dice, un cuarto de hora en el Real Oviedo. Había echado el resto en las categorías inferiores y sus cualidades le llevaron a canteras de mayor fuste. Cuando el Real Oviedo le necesitó, pudiendo a ir a muchas partes menos convulsas que aquel club al que regresó, no tenía otro destino posible. Era uno de esos jugadores a los que el corazón le tiraba. Y por sus venas, por supuesto, corría sangre azul.
Quizás con tan poco bagaje de minutos en el primer equipo, por más que forjado en la hierba de El Requexón y en la grada del Tartiere, en un tiempo futuro existan aficionados que se pregunten quién fue. No me cabe la menor duda de que alguien les aclarará la duda y les explicará la razón por la que ahora vive en su casa, en el Tartiere. Ni más lejos de Turón ni menos que en cualquier otra parte. Pero en casa.
El sentimiento oviedista está hecho de leyendas. Leyendas forjadas a base de goles o a base de corazón. La de Armando Barbón merece su lugar, y lo tiene, entre las segundas. Lo hubiera tenido, seguro, entre los primeros si la vida no se hubiera torcido aquella noche otoñal antes de un partido. Si su sangre azul no hubiera regado una fatal carretera.
Recuerdo Ávila y el regreso a Segunda B. O el ascenso, mejor dicho, que no habíamos pasado por la categoría en el descensor que nos bajó a Tercera. Recuerdo en la cabina de al lado, o un poco más allá en la mesa corrida, a Burilo gritando con el quinto gol un sentido «va por ti». Recuerdo aquel dedo de Jandro al cielo de Santa Cruz, señalando al sitio de paso en el que Armando estaba esperando su lugar en el Tartiere.
Recuerdo, por supuesto, a aquel chaval con más sonrisa que cara. Le recuerdo oculto tras la melena que ahora, en mitad de cualquier partido, cerrando los ojos, veo volar por la banda izquierda con el balón pegado a la zurda, tratando de evitar micrófonos de la prensa cuando le tocó jugar minutos. Recuerdo que para él siempre había un compañero más importante. Recuerdo su talante jovial, su alegría y su humildad.
Otros, con más conocimiento de las categorías inferiores del Real Oviedo que yo, como Chema Feito, podrían detallar más las virtudes deportivas de Armandín. Sin embargo me siento, a la hora de afrontar estas líneas benéficas, capaz de escribir sobre lo que realmente hizo grande, por falta de tiempo que no por carencia de condiciones, a Armando Barbón en la historia oviedista. La suya fue la rutina de cualquier canterano de fuera de Oviedo. Con Papá Balta a El Requexón y vuelta a casa, donde esperaban mamá Blanca y su hermana. Soñando cada día en fútbol y en azul.
Los sueños le llevaron a perseguir balones en el Levante español pero, cuando hizo falta, no esperó a Navidad para volver al hogar. Era el fiel reflejo del sentimiento que deseamos anide en el corazón de cada canterano oviedista. Ese tipo de futbolista capaz de «dejar pasar» un tren que le lleva a un destino bien remunerado pero incapaz de colmar su corazón. Estoy seguro de ello.
Hoy, cuando quiera que usted lea estas líneas, Armando está en casa. No vive con sus padres, que le visitan cada quince días en temporada y le tienen presente cada segundo que pasa en cualquier hora. Está en el Tartiere. El teatro de sus sueños incumplidos, el reverso cruel de esa moneda que ha teñido de fatalidad tantos momentos de los oviedistas. Está en casa como homenaje a quienes como él quisieron ser un día, y lo fueron, futbolistas del club que más querían.
Su estatua, erguida sobre el córner del estadio, recuerda que hay valores que los oviedistas aprecian más allá del juego que es el fútbol. Anuncia que amar al Real Oviedo es un valor que siempre entre nosotros está en alza. Que esos chavales que corren por las categorías inferiores siempre quieren volver y muchos, como hizo Armando, volverían si el club los necesitara. Sin condiciones ni condicionantes. Dispuestos a dar el último aliento por la camiseta que ha crecido con ellos.
Si hubiera jugado más, le hubiéramos pitado más. Desde el cariño, pero seguro que alguna vez le hubiéramos pitado. Es cierto que siempre pedimos más a los de casa. Me juego algo a que no lo hubiera llevado mal. Se habría exigido tanto como le exigiríamos los aficionados. Y lo hubiera acabado dando.
Una jugarreta del destino nos privó de verle, quizás de pitarle y seguro disfrutarle. Pero está siempre con nosotros. Cada domingo corre, lucha, grita, anima y canta. Y a veces, si cierras los ojos desde tu asiento, seguro que podrás ver su melena castaña al viento, quebrando rivales y tocando la línea de fondo para centrar al área. Fue, es y será, de casa.
Ángel Fernández – Periodista
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